viernes, 25 de julio de 2008

TREBLINKA O EL HOLOCAUSTO ANTES DE AUSCHWITZ

Cuando en octubre de 1944, aparecía en las páginas de Estrella Roja (Krasnaia Zvezda), la revista del Ejército Rojo, el artículo de Vasili Grossman “El infierno de Treblinka”, aún faltaban unos llargos meses para que el campo de exterminio de Auschwitz fuese liberado también por las tropas soviéticas. La narración de Grossman, escritor y periodista ruso de origen judío, ahora traducida al catalán en la última edición de L’Espill, fue así el primer testimonio de lo que se denominaría “literatura del Holocausto”. Basado en las experiencias de un puñado de supervivientes y en las declaraciones de los campesinos polacos de los alrededores, este documento literalmente estremecedor, a pesar de algunas inexactitudes, reconstruía el funcionamiento de esta verdadera “fábrica de muerte” que era Treblinka, una pieza clave –junto con Sobibor y Belzec– de la denominada Operación Reinhardt, planificada por las SS para acabar con la mayor parte de la población judía de la Europa oriental. Cuando el campo fue desmantelado por los nazis, un año antes de la llegada del Ejército Rojo, había cumplido sus siniestros objetivos: se estima que unas 750.000 personas, en su inmensa mayoría judíos, habían sido asesinadas y quemadas en un año de funcionamiento. Y los nazis aún tuvieron un año más para destruir todas las pruebas: en el momento que Grossman llegó como corresponsal oficial, del camp no quedaba nada. Era un inmenso, desolado e inverosímil terreno de cultivo en medio del bosque. Quizá por ello, a pesar de ser el primero de los grandes centros de exterminio conocido, no se convirtió en el lugar de memoria del Holocausto, que pasaría a simbolizarse en Auschwitz. Ciertamente, Auschwitz era un enorme complejo, con numerosos centros secundarios, y donde fue exterminado un número muy superior de personas, prácticamente todas judías, que se ha calculado en més de un millón de víctimas. Ahora bien, quizá Treblinka representaba de manera mucho más conseguida la consigna de Nach und Nebel (“Nit i boira”), la voluntad de exterminar y de hacer desaparecer cualquier rastro de la población judía de Europa, incluso eliminando el menor vestigio de la matanza: como si nunca hubiese existido. Treblinka –en concreto el campo número II– era estrictamente un lugar planificado para matar y eliminar cadáveres, a un ritmo seguramente más frenético que en Auschwitz, un campo éste que estuvo en activo durante cinco años y que comprendía, además de los lugares de exterminio inmediato, fábricas y otros centros destinados al trabajo en condiciones de esclavitud. Probablemente, la magnitud global de las cifras de Auschwitz, quizá la existencia de más supervivientes capaces de relatar la su experiencia y la conservación de parte de las instalacionrs –incluyendo las cámaras de gas– ha favorecido que, finalmente, haya desplazado a Treblinka como lugar de memoria. Pero al leer el texto de Grossman, aquel espacio desolado en medio de unos bosques tristes, un terreno vacío donde actualmente sólo se pueden ver unos austeros monumentos conmemorativos –unas traviesas de madera que recuerdan la vía del tren y unas rocas esparcidas por el suelo, simbolizando las poblacions de origen de las víctimas–, alcanza una fuerza evocadora que quizá no tenga Auschwitz. Ante el peligro de un cierto turismo banalizador que amenaza a Auschwitz, con visitantes tomando fotografías de las cámaras de gas con los móviles y donde incluso puede pasar –como decía Imre Kertész— que te roben la cartera, el vacío, la nada de Treblinka me parece más evocador de aquella tragedia, de aquel crimen lamentablemente logrado. Porque tal com decía Grossman al final de su artículo: “No olvidemos que de esta guerra los fascistas guardarán no solamente la amargura de la derrota, sino también el voluptuoso recuerdo de los asesinatos en masa fácilmente efectuados. Es esto lo que tienen que recordar, ásperamente y día tras día, quienes aprecien el homor, la libertad y la vida de todos los pueblos, de toda la humanidad”. Y en este sentido, el propio artículo de Grossman, se convierte también en un lugar de memoria, más aún: en una denuncia llena de actualidad del racismo y del fascismo que todavía se incuba en unas sociedades demasiado satisfechas con la conmemoración ritual del pasado.

Pau Viciano

jueves, 24 de julio de 2008

LA OBSESIÓN DE ESCRIBIR, LA OBSESIÓN DE EDITAR

Es muy conocida la observación según la cual los colaboradores habituales de prensa, obligados a escribir a plazo fijo y a cumplir los compromisos que han contraído, acaban viendo el mundo en forma de artículo de diario. La búsqueda de temas, el planteamiento de cuestiones, la percepción de la realidad misma se transforman: la obsesión de redondear una pieza bien hecha, seductora, ingeniosa, escrita con las dosis apropiadas de referencias explícitas o implícitas, de ideas más o menos originales, intencionada, todo acaba imponiendo su ley. La escritura en estas condiciones (y también en otras condiciones no tan sujetas al plazo más inmediato, pero a menudo igualmente tiránicas o más todavía) se convierte en una obsesión. Salvando las distancias, el oficio de editar también tiene un punto de obsesión, porque comparte algunos elementos esenciales, como la elaboración de propuestas interesantes y seductoras, bien presentadas, intencionadas, con un contenido de ideas considerable. Siempre subyace la intención de intervenir, de alguna manera, en el debate intelectual o estético del momento que nos ha tocado vivir. La edición, al fin y al cabo, también tiene una dimensión creativa. Y por eso tiene un lado obsesivo, con efectos a veces productivos y estimulantes. La aparición final del producto impreso produce un alivio considerable, con un componente de satisfacción que se parece también bastante al placer que experimenta el autor cuando toca finalmente el libro recién llegado de la imprenta. Esta mezcla de sensaciones se presenta de una manera especial cuando hablamos de esta variante de las publicaciones que son las revistas. Tienen la peculiaridad de que el tiempo, la periodicidad, la puntualidad, son rasgos insoslayables que imponen duramente su ley, y que la intención y la voluntad de intervención en los debates intelectuales, estéticos, y al fin y al cabo políticos, es todavía más patente. Claro está que hablamos de un tipo especial de revistas, las de cultura y pensamiento.
Hace poco la aparición casi simultánea de Caràcters 44, L’Espill 28 y Transfer 3 me ha sugerido este tipo de reflexiones. Una aportación para construir este país de revistas que, como dice el lema de la exposición organizada por la APPEC para conmemorar su 25º aniversario, parece que somos. Pero acto seguido la realidad, con la carga brutal de su peso indefectible, ha cortado en seco cualquier tentación de satisfacción. Estos días, la evocación del término "País", no sé exactamente por qué, me provoca enseguida reflexiones que oscilan entre la melancolía y la indignación. Y con respecto al panorama de revistas, sólo apuntaré que bien puede ser compacto y brillante, sí, pero sufre demasiado la anormalidad de una cultura con problemas serios para conectar con su sociedad. Algunos, en vez de pensar en resolver estos problemas, todavía quieren añadir nuevos, siguiendo los caminos tan conocidos que nos han llevado a ser "referentes en Europa" y "líderes mundiales". Mirándolo bien, ahora no sabría decir en qué materias.
Gustau Muñoz

miércoles, 16 de julio de 2008

LA ATRACCIÓN POR LA INOCENCIA

Hoy ha venido a verme Josepa Cucó. Quería proponerme la publicación de la tesis de un discípulo suyo, Miquel Àngel Ruiz Torres, que leyó el año pasado en la Escuela Nacional de Antropología e Historia de México. La tesis, presentada con el título de La atracción por la inocencia. Sociabilidad e imaginario erótico en las comunidades virtuales hispa­nohablantes orientadas a la pedofilia, aborda un tema delicado como es la pedofilia en Internet. Los medios de comunicación dan noticia cada vez con más frecuencia, de la desarticulación por parte de la policía de redes pedófilas, la detención de sus responsables y el registro de los ordenadores de algunos de los consumidores. De lo que se va sabiendo de estas operaciones, se pueden hacer ya dos constataciones importantes. Una es el enorme incremento del consumo de material pornográfico que ha propiciado Internet, gracias, particularmente, a la accesibilidad (al material) y al anonimato (del consumidor: solo, en casa, ante de la pantalla) que proporciona la red; un incremento que se ha producido en todas las variedades de la pornografía –hasta llegar a una verdadera especialización– y, singularmente, en la infantil. La otra es la gran heterogeneidad de los consumidores, entre los que hay gente de toda clase, sin que sea posible establecer ningún patrón común: hay jóvenes y viejos, incluso adolescentes, analfabetos y profesores universitarios, obreros, ejecutivos, curas y militares. Es cierto que se trata de uno de los delitos que más rechazo social genera y que en muchos lugares se ha llegado a producir una verdadera caza del pederasta en el vecindario. Parece como si la cuestión no se pudiera tratar –y lo digo por cómo se trata habitualmente– más que desde la histeria, el escándalo o el morbo. Y, sin embargo, las cosas no son tan simples. La pedofilia era corriente –y aceptada socialmente– en la Grecia clásica, y difícilmente nos escandalizaríamos hoy por las fotografías de niñas desnudas que hizo Lewis Carroll en plena época victoriana, o por la novela Muerte en Venecia de Thomas Mann, la película que sobre el libro hizo Luchino Visconti y la ópera también homónima que ya antes había compuesto Benjamín Britten, que fueron acusadas en su momento de justificación de la pedofilia. Como también, en otro registro, la Lolita de Nabokov, justamente celebrada como una de las grandes novelas del siglo XX. De todas formas, no nos engañemos: la pedofilia es un delito, uno de los más repugnantes y que más pánico moral causa, y el pedófilo, un abusador sexual, que a menudo ha sido, él mismo, víctima de abusos. La pedofilia es también un gran negocio, que genera muchos ingresos a quienes mercadean con ella y que obliga a abusar de menores para complacer a quienes están dispuestos a pagar por verlo; un negocio lucrativo y en expansión que perpetúa y extiende cada vez más los abusos y el número de abusados, para satisfacer una demanda creciente que Internet ha hecho global. Consumir pornografía infantil por la red, deleitarse con fotografías de niños desnudos o abusados en la pantalla del ordenador, no es una actividad inocente, sino que contribuye a alimentar el negocio y a hacer que continúen los abusos. El tema, en cualquier caso, es complejo, violento, difícil de tratar incluso en un blog, y necesita de un libro como éste. Un libro solvente, académico, de investigación y reflexión, que huye de la histeria y el morbo –y por eso no se venderá a miles en las grandes librerías–, pero que harían bien en leer juristas, jueces, abogados, médicos, periodistas, policías y guardias civiles, que han de tratar cada día con la materia, y también todos los que quieran entender mejor un tema que levanta tantas pasiones y tanta alarma social. Es también una de las funciones que tiene y justifican una editorial universitaria.
Antoni Furió

TRADUCIR HERÓDOTO

El País abre hoy la primera página con un titular obsceno: “Cataluña segregará a los niños africanos fuera de la red escolar”. Y es obsceno no por el contenido de la noticia, que después resulta otra cosa totalmente diferente a lo que se quiere dar a entender, sino por la terminología que se usa en el encabezamiento y en el cuerpo del texto, que pretende asociar una decisión política de la Generalitat con la discriminación racial sufrida por los negros en los Estados Unidos y en Sudáfrica, y, sobre todo por haberla traído a la primera página, dándole una magnitud y un sesgo que no tiene la noticia en sí misma. Es bien conocido el anticatalanismo del diario madrileño, pero parece que hoy se ha excedido. Gustau Muñoz, siempre tan perspicaz, me dice que quizás El País está preparando el clima propicio para la sentencia del Tribunal Constitucional sobre el Estatut, presumiblemente contraria a los intereses catalanes. Si fuera así, y todo hace pensar que lo será, el Tribunal Constitucional habrá desautorizado una ley aprobada no sólo por el Parlamento catalán y las Cortes españolas, sino también por la mayoría de los catalanes que la votaron en referéndum. La soberanía popular habrá quedado, una vez más, en entredicho.
Hace tiempo que sólo compro El País los sábados. Lo hago para comprobar que ha salido –y dónde, en qué página– el anuncio que publicamos cada semana en Babelia. Estoy suscrito a la edición digital del diario, pero normalmente no paso de los titulares, de algún artículo de opinión y de la programación televisiva. Como suplemento literario, es muy flojo, inferior al del ABC y al de La Vanguardia, pero es el periódico de mayor tirada y te tienes que anunciar. Pero es cierto que es malo: no sólo ha ido acortando el espacio dedicado a los libros, sino que se reseñan sobre todo los libros publicados por los sellos editoriales del propio grupo de comunicación, en un hábil pero indecoroso ejercicio de sinergia empresarial.
Trato de compensar las carencias dedicando el sábado a leer otros suplementos: Le Monde des Livres, que aparece la tarde del jueves, el Times Literary Suplement y PRL, una revista bimestral publicada en Nueva York y destinada a los lectores latinoamericanos (las iniciales significan Primera Revista Latinoamericana), que no sé por qué –pero lo agradezco– me envían puntualmente al despacho de PUV. Le Monde ha bajado mucho, incluso en número de páginas, pero tiene todavía el atractivo de que te abstrae de la asfixiante atmósfera de la “cultureta” española, invariablemente obsesionada con el catalán y el catalanismo, te informa de las novedades literarias en francés y, sobre todo, te obsequia con espléndidos dosieres sobre culturas y literaturas de cualquier parte del mundo. Ni Francia ni la cultura francesa son ya lo que eran, pero su voluntad de universalismo se mantiene intacta. Ni que decir tiene que, en el campo del ensayo, la historia y las ciencias humanas y sociales, el suplemento de Le Monde es una de nuestras principales fuentes de información, un vivero de (buenas) sugerencias para cualquier editor.
PRL es una buena revista de libros para el público latinoamericano, hecha, como he dicho, desde Nueva York. Sus colaboradores son críticos, escritores y profesores de universidades latinoamericanas y norteamericanas, que escriben sobre libros publicados en castellano y en inglés. Los temas abordados en el último número van desde la caracterización del peronismo y la crítica de la última novela de Vargas Llosa a las crónicas de periodistas latinoamericanos de visita por la Unión Soviética, la China de Mao y la Cuba de Fidel, o la indecisa y cambiante identidad de los portorriqueños, que se debaten entre la actual situación de estado libre asociado a los Estados Unidos y la anexión total, como estado 51 de la Unión, pero que ya no contemplan la independencia.
PRL es, como digo, una buena revista, con artículos excelentes sobre la cultura latinoamericana o hispánica, más allá de las estrecheces que apremian a los suplementos literarios españoles –¿nos sorprenderemos de que la mirada que da Babelia de vez en cuando a la literatura latinoamericana se limite a los autores de la casa, a los autores de Alfaguara y otras editoriales del grupo, o a los fastos que acompañan los congresos internacionales de la lengua española?, una mirada, por lo tanto, con orejeras–, que vale la pena seguir para estar informado. Como la mayoría de las revistas de libros de cualquier parte del mundo, PRL se interesa sobre todo por lo que le es propio: la cultura y la literatura latinoamericanas. Del mismo modo que las revistas catalanas, españolas, italianas o alemanas se ocupan preferentemente de las respectivas culturas y literaturas.
Las revistas británicas y norteamericanas son otra cosa. También informan, claro está, de la cultura y la literatura anglófonas, pero su alcance y sus preocupaciones son más universales. Tanto porque el interés de sus lectores se extiende sobre lo que pasa y se hace en todo el mundo –herencia de un pasado imperial reciente, si no todavía vigente–, como sobre todo porque todo (o casi todo) lo que pasa y se hace en el mundo se dice en inglés. De lo contrario, su alcance no dejaría de ser muy circunscrito. Todo lo que se quiere que tenga una proyección universal –desde la creación literaria a la producción científica– se traduce al inglés, verdadera lengua franca de nuestra contemporaneidad. De manera inversa, todo lo que se dice y se escribe en inglés llega a todas partes. El inglés, lengua compartida, es ya nuestra lengua de comunicación cultural, por encima de las insuficiencias de nuestras lenguas propias –insuficiencias no en cuanto que lenguas sino en cuanto que vehículos culturales. En ninguna otra lengua, en efecto, encontraremos, por no salir del campo de la erudición clásica, ediciones críticas y actualizadas de todo el legado cultural grecolatino. Es cierto que los alemanes han hecho una buena tarea, y que en catalán contamos con esa obra magna que es la colección Bernat Metge. Pero a pesar de su excelencia, de la que nos podemos enorgullecer, la Bernat Metge no llega ni a los cuatrocientos títulos, cuando las obras griegas y latinas que han llegado hasta nosotros se cuentan por millares y, naturalmente, sólo nos son accesibles, la mayoría, en ediciones inglesas o traducidas al inglés. Y esto mismo lo podríamos hacer extensible a las antiguas culturas egipcias, mesopotámicas, chinas e hindúes (siempre en plural, porque hablamos de sucesivos estratos culturales, desde los días remotos de Ur), de las cuales no hay mucho publicado (jeroglíficos, textos cuneiformes, caligráficos o védicos) en otras lenguas que no sean el inglés.
Uno de los artículos de The Times Literary Suplement que estoy leyendo está dedicado a "Las edades de Heródoto”. Heródoto, el historiador, geógrafo y antropólogo griego del siglo V a.C. que ha sido tradicionalmente considerado el padre de la historia (y de la geografía y la antropología), hizo ganar mucho dinero el año pasado a las majors de Hollywood con la película 300 basada en su relato de la guerra de las Termópilas. La película ha sido justamente atacada por la crítica, por la extrema violencia y por el maniqueísmo sectario, no exento de un cierto racismo –-contra los persas, antecesores de los iraníes actuales-–, que destila, del mismo modo que Heródoto ya se labró una mala reputación entre sus contemporáneos por crédulo y fantasioso. Una mala reputación alimentada entre otros por su sucesor Tucídides, que se pretendía más serio y le disputaba el título de "padre de la historia". La autora del artículo, Edith Hall, lo ve también como una especie de padre fundador del Orientalismo, en el sentido que Edward Said daba al término, de fantasías imperialistas occidentales.
Heródoto ha tenido muchas y variadas reputaciones a lo largo de los siglos. Se le ha condenado y se le ha rehabilitado sucesivamente. Se ha recomendado su lectura en las escuelas victorianas de chicos y chicas, se le ha reivindicado como padre del cuento corto y se le ha considerado nuestra mejor fuente del mundo arcaico griego. La reivindicación empezó ya en el siglo XVI, con la Apologia pro Herodoto de Stephanus, que comparaba las descripciones etnográficas de los bárbaros del autor griego con los informes que empezaban a llegar sobre los salvajes del Nuevo Mundo. La primera traducción al inglés de las Historias de Heródoto data de 1584 y, desde entonces, no han dejado de hacerse sucesivas ediciones. En el siglo XVIII, el XIX y, sobre todo el XX. Cada época ha tenido “su” Heródoto. También la nuestra. El artículo analiza las últimas ediciones que se han publicado, por Oxford University Press y Cambridge University Press, de manera simultánea e independiente, así como las aportaciones más recientes al conocimiento y la interpretación de las Historias de Heródoto.
Es cierto que Inglaterra cuenta con una larga y sólida tradición de estudios clásicos. Que el griego y el latín formaban parte del currículum académico de las élites británicas y que muchos estudiantes eran capaces de leer directamente, sin necesidad de traducción, a los autores antiguos, que les eran tanto o más familiares que los escritores anglosajones. Pero también lo es que el mundo anglófono, lo que no tiene, y es bueno, lo traduce. Como las notables contribuciones al estudio de Heródoto de Arnaldo Momigliano y David Asheri. Heródoto, nacido en Halicarnaso, en la costa jónica de Asia, pasó la última parte de su vida en el sur de Italia. Momigliano y Asheri, dos judíos italianos, fueron perseguidos por el fascismo y tuvieron que huir de Italia, uno a Inglaterra y el otro a la entonces Palestina británica. Momigliano, profesor en las Universidades de Oxford y Londres, ya era bastante conocido. De Asheri se acaban de traducir ahora al inglés sus comentarios a los cuatro primeros libros de las Historias de Heródoto. Un volumen de 722 páginas, publicado por Oxford University Press, que cuesta 165 libras (bastante más de 200 euros).
Naturalmente, no se pueden dejar de contestar las continuas provocaciones. No se puede dejar de hablar del Manifiesto por una lengua común, de la desnaturalización del Estatut o de la línea editorial de El País. Pero tampoco podemos dejar que nos marquen la agenda, que tengamos que hablar siempre en contra, de lo que ellos quieren y cuando ellos quieren. Deberíamos hablar también de Heródoto, de sus traducciones, de sus métodos y su estilo, un tema apasionante y de alta cultura, propio del país normal, de la cultura normal, que queremos ser. No hay todavía ninguna edición completa en catalán de los nueve libros de las Historias. Manuel Balasch tradujo los dos primeros para la Bernat Metge, y Joaquim Gestí los dos siguientes, pero todavía faltan cinco. Rubén J. Montañés ha traducido seis libros –-en dos volúmenes-- para la colección juvenil L’Esparver clàssic, de La Magrana. Pero nos falta todavía una edición crítica de referencia. ¿Quizás PUV?

Antoni Furió