Hoy ha venido a verme Josepa Cucó. Quería proponerme la publicación de la tesis de un discípulo suyo, Miquel Àngel Ruiz Torres, que leyó el año pasado en la Escuela Nacional de Antropología e Historia de México. La tesis, presentada con el título de La atracción por la inocencia. Sociabilidad e imaginario erótico en las comunidades virtuales hispanohablantes orientadas a la pedofilia, aborda un tema delicado como es la pedofilia en Internet. Los medios de comunicación dan noticia cada vez con más frecuencia, de la desarticulación por parte de la policía de redes pedófilas, la detención de sus responsables y el registro de los ordenadores de algunos de los consumidores. De lo que se va sabiendo de estas operaciones, se pueden hacer ya dos constataciones importantes. Una es el enorme incremento del consumo de material pornográfico que ha propiciado Internet, gracias, particularmente, a la accesibilidad (al material) y al anonimato (del consumidor: solo, en casa, ante de la pantalla) que proporciona la red; un incremento que se ha producido en todas las variedades de la pornografía –hasta llegar a una verdadera especialización– y, singularmente, en la infantil. La otra es la gran heterogeneidad de los consumidores, entre los que hay gente de toda clase, sin que sea posible establecer ningún patrón común: hay jóvenes y viejos, incluso adolescentes, analfabetos y profesores universitarios, obreros, ejecutivos, curas y militares. Es cierto que se trata de uno de los delitos que más rechazo social genera y que en muchos lugares se ha llegado a producir una verdadera caza del pederasta en el vecindario. Parece como si la cuestión no se pudiera tratar –y lo digo por cómo se trata habitualmente– más que desde la histeria, el escándalo o el morbo. Y, sin embargo, las cosas no son tan simples. La pedofilia era corriente –y aceptada socialmente– en la Grecia clásica, y difícilmente nos escandalizaríamos hoy por las fotografías de niñas desnudas que hizo Lewis Carroll en plena época victoriana, o por la novela Muerte en Venecia de Thomas Mann, la película que sobre el libro hizo Luchino Visconti y la ópera también homónima que ya antes había compuesto Benjamín Britten, que fueron acusadas en su momento de justificación de la pedofilia. Como también, en otro registro, la Lolita de Nabokov, justamente celebrada como una de las grandes novelas del siglo XX. De todas formas, no nos engañemos: la pedofilia es un delito, uno de los más repugnantes y que más pánico moral causa, y el pedófilo, un abusador sexual, que a menudo ha sido, él mismo, víctima de abusos. La pedofilia es también un gran negocio, que genera muchos ingresos a quienes mercadean con ella y que obliga a abusar de menores para complacer a quienes están dispuestos a pagar por verlo; un negocio lucrativo y en expansión que perpetúa y extiende cada vez más los abusos y el número de abusados, para satisfacer una demanda creciente que Internet ha hecho global. Consumir pornografía infantil por la red, deleitarse con fotografías de niños desnudos o abusados en la pantalla del ordenador, no es una actividad inocente, sino que contribuye a alimentar el negocio y a hacer que continúen los abusos. El tema, en cualquier caso, es complejo, violento, difícil de tratar incluso en un blog, y necesita de un libro como éste. Un libro solvente, académico, de investigación y reflexión, que huye de la histeria y el morbo –y por eso no se venderá a miles en las grandes librerías–, pero que harían bien en leer juristas, jueces, abogados, médicos, periodistas, policías y guardias civiles, que han de tratar cada día con la materia, y también todos los que quieran entender mejor un tema que levanta tantas pasiones y tanta alarma social. Es también una de las funciones que tiene y justifican una editorial universitaria.
Antoni Furió
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