El País abre hoy la primera página con un titular obsceno: “Cataluña segregará a los niños africanos fuera de la red escolar”. Y es obsceno no por el contenido de la noticia, que después resulta otra cosa totalmente diferente a lo que se quiere dar a entender, sino por la terminología que se usa en el encabezamiento y en el cuerpo del texto, que pretende asociar una decisión política de la Generalitat con la discriminación racial sufrida por los negros en los Estados Unidos y en Sudáfrica, y, sobre todo por haberla traído a la primera página, dándole una magnitud y un sesgo que no tiene la noticia en sí misma. Es bien conocido el anticatalanismo del diario madrileño, pero parece que hoy se ha excedido. Gustau Muñoz, siempre tan perspicaz, me dice que quizás El País está preparando el clima propicio para la sentencia del Tribunal Constitucional sobre el Estatut, presumiblemente contraria a los intereses catalanes. Si fuera así, y todo hace pensar que lo será, el Tribunal Constitucional habrá desautorizado una ley aprobada no sólo por el Parlamento catalán y las Cortes españolas, sino también por la mayoría de los catalanes que la votaron en referéndum. La soberanía popular habrá quedado, una vez más, en entredicho.
Hace tiempo que sólo compro El País los sábados. Lo hago para comprobar que ha salido –y dónde, en qué página– el anuncio que publicamos cada semana en Babelia. Estoy suscrito a la edición digital del diario, pero normalmente no paso de los titulares, de algún artículo de opinión y de la programación televisiva. Como suplemento literario, es muy flojo, inferior al del ABC y al de La Vanguardia, pero es el periódico de mayor tirada y te tienes que anunciar. Pero es cierto que es malo: no sólo ha ido acortando el espacio dedicado a los libros, sino que se reseñan sobre todo los libros publicados por los sellos editoriales del propio grupo de comunicación, en un hábil pero indecoroso ejercicio de sinergia empresarial.
Trato de compensar las carencias dedicando el sábado a leer otros suplementos: Le Monde des Livres, que aparece la tarde del jueves, el Times Literary Suplement y PRL, una revista bimestral publicada en Nueva York y destinada a los lectores latinoamericanos (las iniciales significan Primera Revista Latinoamericana), que no sé por qué –pero lo agradezco– me envían puntualmente al despacho de PUV. Le Monde ha bajado mucho, incluso en número de páginas, pero tiene todavía el atractivo de que te abstrae de la asfixiante atmósfera de la “cultureta” española, invariablemente obsesionada con el catalán y el catalanismo, te informa de las novedades literarias en francés y, sobre todo, te obsequia con espléndidos dosieres sobre culturas y literaturas de cualquier parte del mundo. Ni Francia ni la cultura francesa son ya lo que eran, pero su voluntad de universalismo se mantiene intacta. Ni que decir tiene que, en el campo del ensayo, la historia y las ciencias humanas y sociales, el suplemento de Le Monde es una de nuestras principales fuentes de información, un vivero de (buenas) sugerencias para cualquier editor.
PRL es una buena revista de libros para el público latinoamericano, hecha, como he dicho, desde Nueva York. Sus colaboradores son críticos, escritores y profesores de universidades latinoamericanas y norteamericanas, que escriben sobre libros publicados en castellano y en inglés. Los temas abordados en el último número van desde la caracterización del peronismo y la crítica de la última novela de Vargas Llosa a las crónicas de periodistas latinoamericanos de visita por la Unión Soviética, la China de Mao y la Cuba de Fidel, o la indecisa y cambiante identidad de los portorriqueños, que se debaten entre la actual situación de estado libre asociado a los Estados Unidos y la anexión total, como estado 51 de la Unión, pero que ya no contemplan la independencia.
PRL es, como digo, una buena revista, con artículos excelentes sobre la cultura latinoamericana o hispánica, más allá de las estrecheces que apremian a los suplementos literarios españoles –¿nos sorprenderemos de que la mirada que da Babelia de vez en cuando a la literatura latinoamericana se limite a los autores de la casa, a los autores de Alfaguara y otras editoriales del grupo, o a los fastos que acompañan los congresos internacionales de la lengua española?, una mirada, por lo tanto, con orejeras–, que vale la pena seguir para estar informado. Como la mayoría de las revistas de libros de cualquier parte del mundo, PRL se interesa sobre todo por lo que le es propio: la cultura y la literatura latinoamericanas. Del mismo modo que las revistas catalanas, españolas, italianas o alemanas se ocupan preferentemente de las respectivas culturas y literaturas.
Las revistas británicas y norteamericanas son otra cosa. También informan, claro está, de la cultura y la literatura anglófonas, pero su alcance y sus preocupaciones son más universales. Tanto porque el interés de sus lectores se extiende sobre lo que pasa y se hace en todo el mundo –herencia de un pasado imperial reciente, si no todavía vigente–, como sobre todo porque todo (o casi todo) lo que pasa y se hace en el mundo se dice en inglés. De lo contrario, su alcance no dejaría de ser muy circunscrito. Todo lo que se quiere que tenga una proyección universal –desde la creación literaria a la producción científica– se traduce al inglés, verdadera lengua franca de nuestra contemporaneidad. De manera inversa, todo lo que se dice y se escribe en inglés llega a todas partes. El inglés, lengua compartida, es ya nuestra lengua de comunicación cultural, por encima de las insuficiencias de nuestras lenguas propias –insuficiencias no en cuanto que lenguas sino en cuanto que vehículos culturales. En ninguna otra lengua, en efecto, encontraremos, por no salir del campo de la erudición clásica, ediciones críticas y actualizadas de todo el legado cultural grecolatino. Es cierto que los alemanes han hecho una buena tarea, y que en catalán contamos con esa obra magna que es la colección Bernat Metge. Pero a pesar de su excelencia, de la que nos podemos enorgullecer, la Bernat Metge no llega ni a los cuatrocientos títulos, cuando las obras griegas y latinas que han llegado hasta nosotros se cuentan por millares y, naturalmente, sólo nos son accesibles, la mayoría, en ediciones inglesas o traducidas al inglés. Y esto mismo lo podríamos hacer extensible a las antiguas culturas egipcias, mesopotámicas, chinas e hindúes (siempre en plural, porque hablamos de sucesivos estratos culturales, desde los días remotos de Ur), de las cuales no hay mucho publicado (jeroglíficos, textos cuneiformes, caligráficos o védicos) en otras lenguas que no sean el inglés.
Uno de los artículos de The Times Literary Suplement que estoy leyendo está dedicado a "Las edades de Heródoto”. Heródoto, el historiador, geógrafo y antropólogo griego del siglo V a.C. que ha sido tradicionalmente considerado el padre de la historia (y de la geografía y la antropología), hizo ganar mucho dinero el año pasado a las majors de Hollywood con la película 300 basada en su relato de la guerra de las Termópilas. La película ha sido justamente atacada por la crítica, por la extrema violencia y por el maniqueísmo sectario, no exento de un cierto racismo –-contra los persas, antecesores de los iraníes actuales-–, que destila, del mismo modo que Heródoto ya se labró una mala reputación entre sus contemporáneos por crédulo y fantasioso. Una mala reputación alimentada entre otros por su sucesor Tucídides, que se pretendía más serio y le disputaba el título de "padre de la historia". La autora del artículo, Edith Hall, lo ve también como una especie de padre fundador del Orientalismo, en el sentido que Edward Said daba al término, de fantasías imperialistas occidentales.
Heródoto ha tenido muchas y variadas reputaciones a lo largo de los siglos. Se le ha condenado y se le ha rehabilitado sucesivamente. Se ha recomendado su lectura en las escuelas victorianas de chicos y chicas, se le ha reivindicado como padre del cuento corto y se le ha considerado nuestra mejor fuente del mundo arcaico griego. La reivindicación empezó ya en el siglo XVI, con la Apologia pro Herodoto de Stephanus, que comparaba las descripciones etnográficas de los bárbaros del autor griego con los informes que empezaban a llegar sobre los salvajes del Nuevo Mundo. La primera traducción al inglés de las Historias de Heródoto data de 1584 y, desde entonces, no han dejado de hacerse sucesivas ediciones. En el siglo XVIII, el XIX y, sobre todo el XX. Cada época ha tenido “su” Heródoto. También la nuestra. El artículo analiza las últimas ediciones que se han publicado, por Oxford University Press y Cambridge University Press, de manera simultánea e independiente, así como las aportaciones más recientes al conocimiento y la interpretación de las Historias de Heródoto.
Es cierto que Inglaterra cuenta con una larga y sólida tradición de estudios clásicos. Que el griego y el latín formaban parte del currículum académico de las élites británicas y que muchos estudiantes eran capaces de leer directamente, sin necesidad de traducción, a los autores antiguos, que les eran tanto o más familiares que los escritores anglosajones. Pero también lo es que el mundo anglófono, lo que no tiene, y es bueno, lo traduce. Como las notables contribuciones al estudio de Heródoto de Arnaldo Momigliano y David Asheri. Heródoto, nacido en Halicarnaso, en la costa jónica de Asia, pasó la última parte de su vida en el sur de Italia. Momigliano y Asheri, dos judíos italianos, fueron perseguidos por el fascismo y tuvieron que huir de Italia, uno a Inglaterra y el otro a la entonces Palestina británica. Momigliano, profesor en las Universidades de Oxford y Londres, ya era bastante conocido. De Asheri se acaban de traducir ahora al inglés sus comentarios a los cuatro primeros libros de las Historias de Heródoto. Un volumen de 722 páginas, publicado por Oxford University Press, que cuesta 165 libras (bastante más de 200 euros).
Naturalmente, no se pueden dejar de contestar las continuas provocaciones. No se puede dejar de hablar del Manifiesto por una lengua común, de la desnaturalización del Estatut o de la línea editorial de El País. Pero tampoco podemos dejar que nos marquen la agenda, que tengamos que hablar siempre en contra, de lo que ellos quieren y cuando ellos quieren. Deberíamos hablar también de Heródoto, de sus traducciones, de sus métodos y su estilo, un tema apasionante y de alta cultura, propio del país normal, de la cultura normal, que queremos ser. No hay todavía ninguna edición completa en catalán de los nueve libros de las Historias. Manuel Balasch tradujo los dos primeros para la Bernat Metge, y Joaquim Gestí los dos siguientes, pero todavía faltan cinco. Rubén J. Montañés ha traducido seis libros –-en dos volúmenes-- para la colección juvenil L’Esparver clàssic, de La Magrana. Pero nos falta todavía una edición crítica de referencia. ¿Quizás PUV?
Antoni Furió
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